Fue una época de modernización industrial, de agitación social por el nacimiento del movimiento obrero organizado, de avances en la ciencia que, entre otras cosas, cambiarían la medicina, de movimientos migratorios que transformaron España y los territorios de destino de quienes se marcharon. Pero fueron también unos años en los que el oscurantismo, el peso de la religión o las extremas desigualdades sociales seguían pisando los frenos en un país al que siempre le ha costado un poco más que a sus vecinos asomarse al progreso.
Aquellos cambios y corrientes internas son los que quedan retratados por los grandes maestros de entonces en ‘Arte y transformaciones sociales en España (1885-1910)’, que Javier Solana presentaba este lunes como “la gran exposición de la temporada y una de las muestras más ambiciosas que ha organizado” el Museo del Prado. La oportunidad de comprender, explicaba el Presidente del Patronato, “cómo el cambio de siglo transformó social y culturalmente nuestro país, hasta modelar la España de hoy en día”, y hacerlo de la mano de creadores fundamentales como Picasso, Sorolla, Solana o Juan Gris, además de muchos otros.
La nueva exposición del Prado reúne un total de 300 obras. La mayoría forman parte de los fondos del museo, aunque solo algunas de ellas han estado expuestas con continuidad hasta ahora por los límites que impone la disponibilidad de espacio en un museo con los almacenes a rebosar. Muchas llegan de otras instituciones o de colecciones privadas. La muestra es tan amplia que ocupa todo el espacio destinado a las exposiciones temporales.
Mucha pintura, pero también fotografía
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En cada una de las salas en las que se va organizando, en base a distintos temas (el trabajo agrícola, la medicina y la enfermedad, la prostitución…), se exponen las pinturas de diferentes formatos y algunas esculturas. Además, todas esas salas se complementan con unos pequeños gabinetes anexos en los que se reúnen, para cada una de esas temáticas, otro tipo de piezas más pequeñas y en técnicas más novedosas y propias de la época, como los carteles, las fotografías o la obra gráfica. Hay incluso una última sala destinada a la producción en cine en la que se proyectan algunas películas de la época, que fue la que vio nacer y dar sus primeros pasos al séptimo arte después de que los hermanos Lumiére lo inventaran en 1895.
“La fotografía era una especie de modelo para la pintura, dado que conseguía una precisión que la pintura aspiraba a lograr después de un esfuerzo mucho mayor. Porque un cuadro de estas dimensiones llevaba varios meses de trabajo”, contaba en la presentación Javier Barón, Jefe de Conservación del Área de Pintura del siglo XIX del museo y comisario de la exposición. La expansión de la fotografía coincide exactamente con esa época de desarrollo de la pintura social, una disciplina en la que mandaba el naturalismo, al igual que sucedía en la Francia de la época.
Pero surgen, ya en la década de 1880, artistas como Darío de Regoyos que “plantean propuestas distintas de tratamiento de los mismos temas, y esto nos ha llevado a considerar la necesidad de presentar no solamente obras naturalistas, sino también aquellas otras que, como Regoyos primero, o después Nonell, Picasso o Gris, continuaban esa trayectoria. Dentro de la representación de la realidad social, el naturalismo se revelaba insuficiente, sobre todo a partir de 1900”, apunta Barón. La razón para esa progresiva pluralidad de estilos era clara: que nunca se iba a poder competir en realismo con el cine o la fotografía, de ahí que muchos artistas se separaran de la corriente dominante.
Objetividad y gran formato
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A pesar de ello, la parte más llamativa de la exposición la conforman espectaculares pinturas de gran formato (algunas, enorme incluso) en las que se retratan escenas con una objetividad extrema. Son los grandes cuadros sobre las protestas obreras de la época, como el impresionante ‘Una huelga de obreros en Vizcaya’ de Vicente Cutanda (1892), nombre fundamental del realismo social, que es el que abre el catálogo de la exposición, y en el que se contempla lo que parece una asamblea en una siderurgia de Vizcaya. Imposible no reconocer ahí al Zola de ‘Germinal’. Espectacular es también ‘Una sala de hospital durante la visita del médico en jefe (1889), de Luis Jiménez Aranda, en el que un grupo de estudiantes acompaña al doctor en su visita a una paciente. El orden en el que se disponen los elementos y la claridad de la escena subrayan los avances en la higiene y en la gestión de los centros sanitarios que se produjo en la época. En el apartado dedicado a la emigración (solo en la última década del siglo XIX se trasladaron de la península a América, fundamentalmente a Cuba y Argentina, 400.000 españoles) destaca ‘Emigrantes’ (1908), de Ventura Álvarez Sala, que pinta con un verismo extremo una escena en la que una lancha acerca a un barco transoceánico a unos emigrantes que deben subir por la escalera de la borda.
Una pintura de gran formato, casi dos metros de largo, realizada cuando solo tenía 16 años, muestra al Picasso más cercano al realismo. ‘Ciencia y caridad’ (1897) es una escena en la que conviven lo científico y lo religioso: un médico atiende en su domicilio a una enferma doliente a la que también ayuda una monja. El médico retratado es el padre del genio malagueño, que fue también su maestro.
Otro tipo de trazos y temas
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Pero además de esos grandes cuadros naturalistas, el visitante se topa también con numerosas pinturas que se alejan un tanto del realismo y que trabajan de otra manera el trazo, la luz o la manera de abordar los temas. Muchas acentúan lo oscuro y lo trágico, como esas obras sobre la España negra cercanas al simbolismo que pinta Regoyos en ‘Víctimas de una fiesta’ (1894), la macabra imagen de unos caballos muertos a manos de los toros en San Fermín, con su técnica del rasgado, o en ‘Visita de pésame’ (1886), una triste escena en la que juegan un papel fundamental las sombras. En ‘Los deshechados’ (1908), Gutiérrez Solana retrata a un grupo de niños tullidos o deformes, víctimas de la pobreza y de familias desestructuradas, a los que vigilan unos curas en un campo desolado con El Escorial al fondo. En él se notará la influencia de El Greco, como en obras anteriores de otros autores de la época se había hecho evidente la de Velázquez.
Las escenas de Sorolla, en cambio, son casi siempre un estudio en profundidad de la luz, acercándose más al realismo en ‘La vuelta de la pesca’ (1894) o en ‘¡Aún dicen que el pescado es caro!’ (1894), dos escenas sobre el duro trabajo en la mar, y apuntando al impresionismo en la pintura campesina que es ‘Preparación de la pasa’ (1900). Artista concienciado, queda clara su exaltación de médicos y científicos como nuevo modelo ético en ‘Una investigación’ (1897), igual que su denuncia de las injusticias en ‘Trata de blancas’ (1895), donde retrata a un grupo de mujeres que viajan apesadumbradas hacia una vida de prostitutas.
En un recorrido que empieza por el mundo del trabajo (en el campo, en la mar, en las fábricas) y que continúa con la educación, la religión, la medicina y la muerte o la emigración, la prostitución es otro de los temas en los que se detiene: hay pinturas que abordan el tema desde la denuncia social explícita, otras más enfocadas en la figura de la prostituta y su hastío. En el gabinete de esa sección, unos dibujos de Juan Gris retratan a las meretrices de lujo en tinta china, y hay una buena muestra de fotografía erótica de la época. Esas piezas, las fotografías, son un tesoro que se disfruta a lo largo de todo el recorrido: las de barricadas y manifestaciones, las de los anarquistas detenidos tras el atentado del Liceu en Barcelona, las de enfermedades raras de la piel, las escenas de incendios en edificios, de barcos hundidos o de edificios derrumbados.
No hay un capítulo en la muestra dedicado explícitamente al desastre del 98 que, con las guerras de independencia y la pérdida de las últimas colonias, tanto marcó a la España de la época. “Puntualizar ahí habría afectado a la unidad de la exposición”, explicaba su comisario, que añadía que esos temas ya se han tratado en otras.
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De las más de 300 obras que conforman la muestra, tan solo dos fueron realizadas por mujeres: una pintura de temática educativa de Elvira Santiso en la que se ve una clase de dibujo atestada de niñas, y otra, en uno de los tramos finales de la exposición dedicado a la pobreza y la marginación social, de María Luisa Puiggener, pintora gaditana que denunció la miseria que veía en las calles de la Sevilla de principios del siglo XX, en este caso de una mendiga con su hija en brazos. “Precisamente la exposición ‘Invitadas’ explicaba por qué” esas diferencias de representación, se apresuraba a explicar el director del Prado, Miguel Falomir, en alusión a la muestra que acogió el museo hace tres años. “Las mujeres tenían vedado el acceso a este arte narrativo, a este arte más importante. Tenían que confinarse ellas mismas en géneros menores que no incluían este tipo de representaciones sociales”.